Luego de desayunar lentamente unos
chilaquiles picosos y un café sin azúcar, me dirigí a la Facultad de Filosofía y Letras. Escuela en la que cursaba los últimos semestres de mi licenciatura,
aunque ahora que recuerdo, yo ya había entregado mis trabajos finales y presentado los exámenes también finales.
El pretexto por el que llegué ese día no fue otro
que el de estar junto a mi querida novia, una estudiante de pedagogía que no tuve
a bien encontrarla en la Facultad. Al no haber reparado en la hora, no consideré que en esos
momentos estaba a unos cientos de metros dentro del mismo campus universitario
estudiando su amado idioma alemán. Idioma sumamente complejo y tortuoso que por alguna razón que hasta
entonces yo no alcanzaba a vislumbrar, a ella complacía. Así que redireccioné mi ruta en
busca de mi amor por lo que me dirigí al Centro de Enseñanza de Lenguas Extranjeras. Ahora sí, revisé la hora y
anoté que eran
pocos minutos los que me separaban de estrechar al amor.
Por lo pronto, compré un pan de ajo
para compartir con mi chica. Salió y me abrazó, le compartí del pan pero no le agradó por su
fuerte sabor pero sobre todo, olor. Sin más, nos dirigimos a Las Islas -sitio
amplio con un pasto verde que se difumina a café por el paso del tiempo y por los densos
pasos de los estudiantes-, charlamos un largo tiempo sobre temas varios. Desde
nuestras inquietudes intelectuales hasta recordatorios de nuestro amor; sin
dejar de lado, claro, como a ella le encantaba, la lectura de un pasaje literario. En esta ocasión fue Juan José Arreola con su Bestiario.
El tiempo suspendido con ella dejó de serlo
cuando vi a un perro con mucha decisión, acercarse. Mis fobias relucieron pues cuando la distancia era
escasa, yo sólo me aventé boca abajo contra el pasto. Ella al estar de espaldas al perro, no
se percató. Segundos después de mi acto circense, escuché su tierna risa. Había pasado que
mientras yo me protegía por el irracional miedo que le tengo a los perros, este que se nos
aproximó con decisión, sólo quería externar su afecto. Tuvo el arrojo de lamer un costado del rostro
de mi chica, produciendo una risa en ella puesto que es una sensata mujer que
empata con los animales. Su concepción de ellos raya en la fraternidad. Este singular evento nos hizo dar
cuenta que era hora para ella de ir a clase y para mí, de salir rumbo a la Biblioteca
José Vasconcelos.
Le había comentado días atrás que
fuéramos pero no podía escapar a dicha clase por ser cierre de curso. Tuvimos que separarnos.
Ya en el Metro fui releyendo y releyendo un
poemario de José Emilio Pacheco, iba a una presentación de libro y quería ser un
digno público para él. El libro tenía la peculiaridad de estar dirigido a un lector infantil, por lo que
al llegar a la Biblioteca vi largas filas de infantes procedentes de varias
escuelas -a juzgar por sus vestimentas-.
-¡Rayos!- me dije, pues el desagüe que mi cuerpo demanda, se hacía patente aquí y ahora.
Perderé la
oportunidad de sentarme en la parte baja del auditorio. Tuve que dirigirme al
sanitario, lo hice lo más rápido que pude. Tras salir con las manos aún mojadas por lavarmelas, vi pasar
una figura reacia y encorvada rodeada de los organizadores del evento, pocos en
realidad. Pero aunque hubiesen sido centenares, la figura de José Emilio
Pacheco era capaz de sobreponerse. Curiosamente no por egolatría o un físico
descomunal, al contrario, por unas sinceras humildad y sencillez. Fueron
metros, quizá centímetros los que me separaron de una de las figuras más preciadas
para mí en el
universo de las letras. Instantáneamente subí mi poemario a la altura de mi pecho
y saqué un bolígrafo del
bolso de mi camisa. La intención era pedir un autógrafo a tan descomunal figura; sin embargo, lo que hice enseguida
fue seguir contemplando la sencillez de un hombre que sabe que el resto
consideramos grande pero que no pierde el sentido de su existencia y se
considera tan común y silvestre como cualquier otro.
Una vez perdida la oportunidad de obtener
su firma en mi libro, me adentré en el auditorio de la Biblioteca.
Los viejos protocolos de la presentación de un libro
fueron saltados -aunque sí hubo una amena charla de Pacheco sobre el origen y destino del
libro en cuestión-, en algún momento se presentó un grupo escénico que declamó con jovialidad uno de los poemas incluidos en el libro. El poema
cerraba con la repetición de un verso que los niños comprendieron bien y se apropiaron, pues
cuando el grupo escénico calló tras repetir el verso, los niños lo repitieron al unisono con mucho
entusiasmo. Ello hizo retumbar el auditorio produciendo en José Emilio
Pacheco una sonrisa de sorpresa que inmediatamente se convirtió en una risa
contagiosa y aplausos a los propios niños. En fin que el autor agradeció a su público haberse
apropiado de uno de sus poemas.
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