miércoles, 28 de enero de 2015

Cuando ví a José Emilio Pacheco y no le pedí su autógrafo

Luego de desayunar lentamente unos chilaquiles picosos y un café sin azúcar, me dirigí a la Facultad de Filosofía y Letras. Escuela en la que cursaba los últimos semestres de mi licenciatura, aunque ahora que recuerdo, yo ya había entregado mis trabajos finales y presentado los exámenes también finales.

El pretexto por el que llegué ese día no fue otro que el de estar junto a mi querida novia, una estudiante de pedagogía que no tuve a bien encontrarla en la Facultad. Al no haber reparado en la hora, no consideré que en esos momentos estaba a unos cientos de metros dentro del mismo campus universitario estudiando su amado idioma alemán. Idioma sumamente complejo y tortuoso que por alguna razón que hasta entonces yo no alcanzaba a vislumbrar, a ella complacía. Así que redireccioné mi ruta en busca de mi amor por lo que me dirigí al Centro de Enseñanza de Lenguas Extranjeras. Ahora sí, revisé la hora y anoté que eran pocos minutos los que me separaban de estrechar al amor.

Por lo pronto, compré un pan de ajo para compartir con mi chica. Salió y me abrazó, le compartí del pan pero no le agradó por su fuerte sabor pero sobre todo, olor. Sin más, nos dirigimos a Las Islas -sitio amplio con un pasto verde que se difumina a café por el paso del tiempo y por los densos pasos de los estudiantes-, charlamos un largo tiempo sobre temas varios. Desde nuestras inquietudes intelectuales hasta recordatorios de nuestro amor; sin dejar de lado, claro, como a ella le encantaba, la lectura de un pasaje literario. En esta ocasión fue Juan José Arreola con su Bestiario.

El tiempo suspendido con ella dejó de serlo cuando vi a un perro con mucha decisión, acercarse. Mis fobias relucieron pues cuando la distancia era escasa, yo sólo me aventé boca abajo contra el pasto. Ella al estar de espaldas al perro, no se percató. Segundos después de mi acto circense, escuché su tierna risa. Había pasado que mientras yo me protegía por el irracional miedo que le tengo a los perros, este que se nos aproximó con decisión, sólo quería externar su afecto. Tuvo el arrojo de lamer un costado del rostro de mi chica, produciendo una risa en ella puesto que es una sensata mujer que empata con los animales. Su concepción de ellos raya en la fraternidad. Este singular evento nos hizo dar cuenta que era hora para ella de ir a clase y para mí, de salir rumbo a la Biblioteca José Vasconcelos. Le había comentado días atrás que fuéramos pero no podía escapar a dicha clase por ser cierre de curso. Tuvimos que separarnos.

Ya en el Metro fui releyendo y releyendo un poemario de José Emilio Pacheco, iba a una presentación de libro y quería ser un digno público para él. El libro tenía la peculiaridad de estar dirigido a un lector infantil, por lo que al llegar a la Biblioteca vi largas filas de infantes procedentes de varias escuelas -a juzgar por sus vestimentas-.

-¡Rayos!- me dije, pues el desagüe que mi cuerpo demanda, se hacía patente aquí y ahora. Perderé la oportunidad de sentarme en la parte baja del auditorio. Tuve que dirigirme al sanitario, lo hice lo más rápido que pude. Tras salir con las manos aún mojadas por lavarmelas, vi pasar una figura reacia y encorvada rodeada de los organizadores del evento, pocos en realidad. Pero aunque hubiesen sido centenares, la figura de José Emilio Pacheco era capaz de sobreponerse. Curiosamente no por egolatría o un físico descomunal, al contrario, por unas sinceras humildad y sencillez. Fueron metros, quizá centímetros los que me separaron de una de las figuras más preciadas para mí en el universo de las letras. Instantáneamente subí mi poemario a la altura de mi pecho y saqué un bolígrafo del bolso de mi camisa. La intención era pedir un autógrafo a tan descomunal figura; sin embargo, lo que hice enseguida fue seguir contemplando la sencillez de un hombre que sabe que el resto consideramos grande pero que no pierde el sentido de su existencia y se considera tan común y silvestre como cualquier otro.

Una vez perdida la oportunidad de obtener su firma en mi libro, me adentré en el auditorio de la Biblioteca.


Los viejos protocolos de la presentación de un libro fueron saltados -aunque sí hubo una amena charla de Pacheco sobre el origen y destino del libro en cuestión-, en algún momento se presentó un grupo escénico que declamó con jovialidad uno de los poemas incluidos en el libro. El poema cerraba con la repetición de un verso que los niños comprendieron bien y se apropiaron, pues cuando el grupo escénico calló tras repetir el verso, los niños lo repitieron al unisono con mucho entusiasmo. Ello hizo retumbar el auditorio produciendo en José Emilio Pacheco una sonrisa de sorpresa que inmediatamente se convirtió en una risa contagiosa y aplausos a los propios niños. En fin que el autor agradeció a su público haberse apropiado de uno de sus poemas.

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